Tras
una pausa laboral, la Terminal de Ómnibus de Asunción fue el punto de encuentro
con la vida y la desesperación. Rostros tristes, alegres y opacos desfilaron
por la pasarela de las ventanillas de las empresas que ofrecen sus precios de
pasajes según la cara de desesperación del cliente. Eran las 14.00 del 24 de
diciembre del 2015. Día lluvioso, trágico y nostálgico.
A
tan solo horas del brindis, me sumé a ese desfile de rostros desesperados, fui
una más entre miles. “Los pasajes ya se terminaron hoy para Coronel Oviedo”, dijo
el guarda. Esa respuesta fue tajante en cada ventanilla, en cada empresa. La
frustración agonizó en mi corazón. La venta de boletas se disparó y no alcanzó
para la demanda de viajeros.
La
desesperación de no poder pisar tierra ovetense; esa tierra roja bajo los pies
descalzos que guarda tanta vida cotidiana, llena de sacrificio, ese terruño que
te extraña y que cada vez que volvés te ve con ojos de extranjero, fue la situación
límite al borde de la locura.
Un
guarda se acercó y preguntó: ¿para dónde? Coronel Oviedo, respondí. Y solté un
suspiro. El hombre me ofreció el pasaje de una mujer, que por motivos
desconocidos, decidió no viajar. El negocio se cerró entre ella y yo. Sostuve
tan fuerte aquel papel, que por gracia infinita del destino llegó a tiempo para
emprender el viaje de 130 kilómetros bien lejos de Asunción.
El
viaje fue como un bálsamo para llegar a casa. “Esa tierra ovetense, con su
cielo guaraní, ese es mi hogar”, reflexionaba en cada kilometro recorrido
lentamente.
Hace
tres décadas que festejo la Navidad en mi terruño. Llegar era una forma de
volver a mis raíces: la calle Itacurubí. Esa tierra donde nací, que no me
forjó, pero me trajo al mundo me esperaba tan apacible, entre charcos y tierra
roja que se impregnó en mis botas.
El
olor a verde, a pasto, a cultivo, a chacra a arroyos impregnó mi olfato al
llegar a la emblemática Terminal de Coronel Oviedo, ubicada al borde de la
ruta.
“Leche,
coca, milanesa”, era el grito inmenso de los vendedores ambulantes en la
terminal. Pero yo solo podía pensar en mi próxima osadía: ¿cómo llegar tierra
adentro?
Los
taxistas cesaron el trabajo, eran las 19.00. Con un cielo azul encima de mi
cabeza, emprendí camino a pie a casa de mis abuelos maternos, nostálgica pero
con fuerzas. Desde la terminal ovetense a mi destino me separaban más de
100.000 pasos o quizás menos, no importó cada paso que daba en la tierra de mi
terruño me acercaba cada vez más a mi destino.
Y
visualice en un largo camino la otra realidad, otro mundo, bajo el resguardo de
los árboles, bajo la vista del crecimiento de los cultivos y pensé: esa es la
tierra de mis abuelos, tierra forjada con sudor y sacrificio.
El
camino que me llevó a ese lugar mágico, fue construido por las manos de mi abuelo, a
veces empinado, otros oscuros. Un
abrazo, una sonrisa, me esperaban al final del camino, lo que me motivo seguir
pese a que mis botas se llenaron de barro. Cada paso era más pesado y difícil.
Intenté no llorar y centrarme en el campo.
Cruce
el alambrado, los arroyos, los cultivos de maíz y caña, y al fin llegué a la
meta. “Mamá, ya estoy acá”, fue mi grito triunfal. Sentí que renací. El
ranchito, el tatacua y el calor del hogar estaban allí, en el centro de la Villa
Santa Elena. Mi familia me esperaba con algarabía en la Noche Buena. El tiempo se
me deshizo en polvo, pero llegué, no importa la hora, lo que es importa es
volver.
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